El primer recuerdo de Agustín no sé por qué lo relaciono con la cama de mi madre.
Tal vez porque tumbado allí leí unas pocas páginas por primera vez. Fue en aquella cama de mis padres en la que escribí mis primeros versos a los 8 años. Y luego, no sé por qué, también veo a Agustín relacionado con aquella cama de mis “progenitores”.
Por supuesto, lo volví a encontrar no solo por motivos de estudio – en la universidad, la maravillosa, muy divertida y sabia profesora Manferdini que llegaba a clase con las bolsas de las compras y siempre con nuevas emociones leyendo a su filósofo y amante – pero sobre todo lo que he visto brillar y murmurar detrás de las páginas de algunos poetas maestros y amigos míos. La primera colección de Luzi, por ejemplo, se titula “El barco” y aquella visión estupefacta y dolorida del joven poeta que lucha con el tiempo y el misterio del viviente era tejida completamente por un diálogo no solo metafórico con el Inquieto de Hipona. Aquel diálogo ha continuado durante mucho tiempo en la persona de Luzi, y de alguna manera también me incluía a mí, que he caminado detrás del apacible raptor florentino. Además de su presencia en las lecciones brasileñas y en las páginas extraídas, nerviosas y ardidas de Ungaretti.
El amor hacia Petrarca, inconmensurable y vertical, hacia un Petrarca “duro”, tan fuerte en Ungaretti, ¿acaso no vibra de aquel encanto que el alma llena de nostalgia de Agustín ejerce sobre el poeta que dijo ser hombre de penas y nómada? La vida es nostalgia, cantaba con las palabras talladas en el abismo el poeta de “Los ríos”.
Y T. S. Eliot, en su conmovedor y muy preciso conocimiento y poetización en los Cuatro Cuartetos y antes, incluso antes de La tierra baldía, en aquella investigación sobre el misterio del tiempo, febril y leve, remonta hasta invocar “que el fuego y la rosa sean una sola cosa”, tal vez le está gritando algo a Agustín, desde las primeras terribles y animadas décadas del novecientos.
Cada poeta que ha entrado en el misterio del verso y de la sintuosa y oscura relación con el tiempo, ha encontrado la luminosa sombra de Agustín con la que hablar. Montale y Leopardi. O tal vez al contrario, con un juego de azar no tan arriesgado, dado el tema, la poesía, que analizamos, se puede decir que él, Agustín, se ha colocado en una intersección, por donde inevitablemente pasan los poetas.
Él ha intentado aquel diálogo. Y lo ha intentado, hay que decirlo, porque los temas que lo han ocupado concernían nada menos que la salud de su alma como hombre y cristiano. No podía evitar de hallar el problema de la poesía. El pie, el paso, el verso del poema es siempre interesante para aquellos que buscan el camino de la vida.
De la reflexión de Agustín, un elemento que inmediatamente me ha llamado la atención es que esta irradia sin nunca perder calor de aquel sol primario del punto dramático de su investigación y de su asunto personal. La experiencia estética y su comprensión no solo eran ejercicios de un buen orador como lo era él. Sino que la forma con la que entender aquel “carme universalis”, que es la sola armonía digna del corazón humano, de sus profundidades abismales, y de sus espasmos. Al igual que muchos grandes autores, Agustín se destaca inmensamente, es casi terrible en su vasto y áspero pensamiento y en cierto sentido, al mismo tiempo, es familiar y cercano.
De un amigo poeta francés, Jean Pierre Lemaire, me encantan un par de versos que se refieren a la tensión de Agustín: “Hay una música en el mundo / pero si no cantas no la puedes oír.” Aquel canto, por lo tanto, ¿nos permite la escucha?
Para Agustín, la facultad de percibir el “carme universalis” estaba vinculada a la necesidad de no estar atado a un placer inferior. Como alguien que se conforma. Y Agustín no era el tipo. Sin tener en cuenta esta búsqueda de satisfacción cada vez más lejana, la obstinada reflexión sobre el ritmo, sobre el arte compositiva y, en general, la reflexión que hoy en día llamamos la estética de Agustín, no se entiende.
Las así llamadas artes liberales son los “escalones seguros” como dice en las Retractationes, para llegar a las realidades incorporales a partir de las cosas corporales. El arte es una “scientia” para reunirse con lo Único. Por lo tanto, un asunto demasiado importante. Pararse en la “necesidad” de las artes liberales es un signo de debilidad. Es una profecía, por así decirlo, de la situación en la que vivimos: necesitamos las artes liberales, pero alejadas de su tarea de introducir una “scientia” de lo invisibile (la que buscaban Rafael y Leonardo, Miguel Ángel o Lorenzo Lotto, o los pintores de iconos), las artes se convierten en entretenimiento para gente culta, en ironía de sí mismas, obligadas a una provocación continua, dedicada a incitar la conciencia social o a producir “ludus” en las zonas ricas del planeta.
El “numerus” en el De Musica, al que Agustín dedica páginas extensa y eruditas, es un término que se traduce con: ritmo, número, música. La sensación que nos ofrece el sonido es el comienzo de un viaje. Un amanecer del pensamiento, habría dicho María Zambrano, lectora atenta de Agustín y de su confesión como género literario. Y Von Balthasar lee la belleza de los “estilos laicales” de Dante a Péguy, atento a sorprender la constante referencia, – no solo como contacto sino también como superación – en las grandes obras de Dante Alighieri a Péguy.
La belleza, para Agustín, es siempre una experiencia sensible. El opuesto del orden es la nada. El mal es como un particular feo en una obra. También depende del hecho de que nosotros vemos la vida como un mosaico desde una distancia demasiado cercana, se nos escapa la visión de conjunto. Que solo Dios puede ver, y …